martes, 5 de febrero de 2008

Bricolage

El mundo del bricolaje no admite medias tintas: o se adora o se aborrece. Yo diría que, cuando se trata de apasionante proyectos voluntarios, como construir un hangar casero para los coches del Scalextric o un armarito de tamaño natural para guardar los puros, la cosa tiene su gracia y hasta gusta. Esto es lo que constituye verdadero bricolaje, del cual hay que desterrar esa otra temible actividad que nuestras esposas suelen asimilar al mismo y que, en realidad, nada tiene que ver: el mantenimiento casero. Que levante la mano el que, al oír que “hay un grifo que gotea”, “la puerta no cierra”, “el niño se ha cargado tu equipo de música”, “parece que el salón necesita una mano de pintura” o, peor, o “¿no crees que el sofá quedaría mejor en aquélla esquina?”no se echa a temblar. Porque esto no es bricolaje, amigos, esto es mantenimiento de propiedad inmobiliaria y entra en otro epígrafe fiscal.
La diferencia es palpable en mi casa de Maputo, cuyas pequeñas deficiencias precisarían de un batallón de operarios a plena jornada. Albañiles, fontaneros y electricistas, principalmente.
El aire acondicionado de mi casa es, admitámoslo, algo deficiente. Para empezar, apenas tiene dos posiciones: encendido o apagado. Lo del termostato es algo demasiado avanzado para los modelos de que dispongo. Por otro lado, aquello del silencio que tanto postulan los fabricantes actuales como característica ideal de estos ingenios, es cosa por completo desconocida. Cuando se enciende alguno de mis aparatos, parece que se pone en marcha un buldózer sin tubo de escape y, por cierto, se mueve casi como ellos (también la lavadora aunque para eso tengo a Silvia que le hace un clinch en cuanto empieza el centrifugado). Por la noche, parece que uno viaja en el camarote interior de un crucero, exactamente junto a las turbinas.
Pese a todo, no me puedo quejar, excepto en lo referente a distribución del sistema de aireación, que no llega a todas las habitaciones. En la que uso para trabajar, el calor alcanza estos días extremos asfixiantes hasta el punto de que tengo siempre una toalla a mano para enjugar mi sufrida frente mientras escribo. Como pedir un nuevo aparato supondría tal cúmulo de dificultades que necesitaría creer en la reencarnación para confiar en que algún día dispondría de él, decidí tomar un desvío alternativo y colocar, yo mismo, uno de esos simpáticos ventiladores de techo con luz incorporada que venden en los supermercados sudafricanos. Así que compré uno de ellos y me dispuse a colocarlo durante el fin de semana. Como no dispongo de herramientas, tuve que pedir prestado el material, desde el taladro hasta los tacos, pasando por tornillos y conexiones.
Pertrechado con todo lo que reuní, me puse manos a la obra. Como no dispongo de escalera y tampoco tenía mi gracioso proveedor de ferretería, tuve que improvisar un pequeño andamio con el que llegar al techo, algo alto, por cierto. Coloqué una silla, luego la mesa y luego una caja. Algo precario, pero en fin, no anticipaba yo que la cosa se hiciera tan difícil.
Como apuntaba antes, el bricolaje de mantenimiento es una actividad odiosa pero si, encima, tiene algo que ver con trabajar en el techo, la operación adquiere tintes demoníacos, porque cualquier dificultad se multiplica por mil.
Si hubiera sido el presentador de bricomanía, habría dicho así: “Con este simpático taladro hacemos cuatro hermosos agujeros, ponemos los tacos adecuados, colocamos la plancha, hacemos las conexiones en un pis-pás y colgamos la lámpara. Luego encendemos la luz y voilá!”. Todo en tiempo real.
Bien. Vayamos por partes. Taladrar el techo de mi casa no precisaba de un taladro sino de un martillo eléctrico de tamaño profesional. Con compresor. El hercúleo hormigón del forjado se resistía a dejarse agujerear de modo que, para avanzar un milímetro, el humilde taladro casero que me habían dejado se ponía al rojo vivo, la broca se reblandecía y mis brazos amenazaban con romperse mientras apretaba hacia arriba y maldecía con igual –e inútil- fuerza. Todo esto mientras el polvillo me caía en los ojos, me impedía respirar y cubría la mesa de una capa blancuzca que amenazaba con arruinar para siempre el principesco barniz. A fuerza de juramentos y maldiciones logré hacer los cuatro agujeros aunque dos no tenían la suficiente profundidad y uno la suficiente anchura, de modo que el siguiente paso fue ponerme a adaptar los tacos al desastroso encaje. Con un cuchillo de carne, a falta de uno de aquellos preciosos cúter que cualquier tiene, excepto yo, fui tallando los tacos hasta darles la forma adecuada para encajar en los poco lucidos agujeros.
Los tornillos que venían con el ventilador se probaron poco adecuados para entrar en los tacos. O bien eran muy gordos o el acero muy poco resistente porque en cuanto intenté apretarlos haciendo un mínimo de presión, comprobé con horror que sus cabezas de estrella desaparecían por completo bajo la fuerza del destornillador. Ni para dentro ni para fuera. Después de indescriptibles esfuerzos para sacar aquellos tornillos de lo que parecía su tumba inexorable, coloqué otros que reuní de entre unos restos variados, cada uno de su padre, pero más resistentes aunque igualmente difíciles de atornillar de modo que alguno quedó un poco salido. Finalmente, empero, la placa quedó más o menos colocada y yo hice como que no veía aquéllos defectillos que un ojo técnico mediano me habría afeado.
Hacer las conexiones con una mano mientras se sostiene con la otra el pesadísimo aparato y con la boca una linterna, es un ejercicio que recomiendo para amigos del sado-maso (avanzado) porque no tiene desperdicio. Si a eso añadimos que no tenía destornillador pequeño y tuve que aflojar los tornillitos del contacto con una lima de uñas, que las instrucciones de montaje venían en chino y que la mesa temblaba a cada empellón amenazando con derrumbar todo el andamio, se podrá valorar el mérito de la operación. Si añadimos el calor agobiante y que, a causa de los trabajos, me estaba ya, literalmente, licuando hasta el punto de tenerme que poner calcetines en las manos para hacer de guantes y que no se me cayeran las cosas, se podrá hacer una idea de la gesta.
Tras varios y fallidos intentos de colocar los cables en su lugar, de arriesgar la vida en alguno de ellos en que olvidé desconectar los plomos y de un dolor muscular en los brazos que me acompañará toda la vida y que estoy seguro de que hará acreedor de una incapacidad permanente absoluta con derecho a pensión y medalla, logré terminar los trabajos.
Ahora, mientras que sigo asando de calor porque el sistema consigue bajar un par de grados la temperatura pero poco más, me llena de orgullo contemplar mi obra, un poco desde lejos, es cierto, no vaya a ser que los tacos del techo terminen por rendirse y el ventilador salga volando como un frisbee.

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