martes, 13 de noviembre de 2007

Desarrollo, burocracia y otras hierbas

Este es un país en el que todo discurre normal y plácidamente. O, al menos, hasta que sucede algo. Es en las emergencias o en lo extraordinario cuando el viajero se percata de que no todo brilla como parece, casi nada es tan fácil como se espera ni las cosas discurren tan fluídamente como la vida local se complace en indicar. Por el contrario, suelen brotar de cualquier parte los inconvenientes, las trabas y los empellones que un instante antes parecían no existir, mientras que las cosas más nimias se convierten en problemas terribles, barreras infranqueables y agotadoras pruebas para el paciente sufridor. Los problemillas que en casa se resolverían con una llamada telefónica (siempre que no responda un contestador pregrabado de los de "si desea la opción b pulse cinco") aquí se convierten, por menos de nada, en un cúmulo de fatalidades que ríase Vd. de los doce trabajos de Hércules o de la Odisea, sin ponernos dramáticos.
La otra noche, unos malandros me rompieron la ventanilla trasera de mi bakkie. Se ve que, a falta de ganzúas u otros instrumentos típicos del noble oficio del murcio, intentaron abrirla con una piedra, herramienta mucho menos sutil e incomparablemente más basta pero que tiene la ventaja de su disponibilidad universal y su apariencia poco sospechosa. Pero claro, tampoco es una cosa muy precisa, de modo que se les fue la mano y se les rompió todo el cristal. Digo esto con conocimiento científico del modus operandi, porque se veían claramente las marcas de las pedradas contra la sufrida cerradura de la ventanilla y las rayaduras en el cristal contiguo al apoyar la piedra contra él. El caso es que la ventanilla se rompió, entraron en la carrinha y no se llevaron nada porque nada había, pero me dejaron con un hermoso hueco en la parte posterior que resfrescaba mucho pero que impedía un uso normal del vehículo. Total, que me fuí a dar parte al seguro.
Ya he dicho alguna vez que aquí lo de los seguros es una cosa muy extraña y que la mayor parte de los coches no lo han conocido en su vida. Las aseguradoras son muy escasas y sus oficinas son lugares semidesérticos en los que los empleados se pasan las horas mirando a las musarañas por falta de material laboral alternativo. El trato, por supuesto, es personalizado. Uno se siente tratado como un Rothschild que fuera a abrir una cuenta corriente en Cajamadrid.
La recepcionista me condujo ante el tramitador que lo dejó todo para atenderme y me sentó en su despacho. Aquí el parte no lo rellena uno en cola interminable. Aquí el tramitador le ofrece a uno un té mientras saca parsimoniosamente sus instrumentos de escritura y se dispone a cumplimentar el impreso de declaración de siniestro como si fuese a escribir la Carta Magna. Va preguntando al asegurado, una por una, todas las cuestiones que aparecen en el documento y que precisan ser rellenadas lo que, en mi caso, se reducía a dos cuestiones relevantes: coche aparcado y cristal roto. Pero no; la burocracia y el exacerbado prurito del empleado hizo que me preguntara cosas absurdas como "¿Se considera culpable del siniestro?" a lo que no tuve más remedio que contestar que sí, si es que la culpabilidad derivaba del pecado original o del hecho de haber aparcado el coche en lugar tan poco saludable. También me preguntó por el causante del daño como si yo hubiera hecho un examen dactiloscópico del coche en el cuarto de baño de mi casa con el kit de Joven Detective de la Señorita Pepis.
En aquél interrogatorio tardamos más de media hora pero la cosa no acababa sino de empezar. Ahora se trataba del problema del perito. El caso es que eso del peritaje industrial que se usa en nuestros países es aquí cosa desconocida. El perito es un ser fantasmal que no se sabe donde mora ni cuando puede aparecer. Lo único que entendí es que allí no estaba, que no se le esperaba, y que tampoco iba a pasar por el taller dado que mi coche -en palabras literales del tramitador- "se movía". Claro que se mueve -dije yo- pero lo hará fuera de mi alcance y para siempre si lo aparco en cualquier sitio con la ventanilla abierta. El problema, sin embargo, se presentaba insoluble. Al perito sólo se le podía ver en un extraño aparcamiento del centro al que va únicamente de 12 a 2 de la tarde. No iría al taller y tampoco había manera de que el coche se reparase sin su intervención. Intenté hacer ver al empleado que un cristal era un cristal y que se trataba solo de sustituirlo y que, en todo caso, él mismo podía comprobarlo y luego decírselo al perito cuya misión, en este caso, estaba limitada a la valoración de la pieza de recambio. Pues nada. Después de una fatigosa hora de toma y daca, conseguí que el tramitador viese el coche y admitiese -provisionalmente porque aquí casi nada es definitivo- la posibilidad de sacar una fotografía para adjuntar al expediente y que el perito se limitase a valorar el cristal de la ventanilla. Yo, mientras tanto, llevaría el coche al taller para que le pusiesen urgentemente la pieza y poder circular. Saqué las fotografías y se las mandé al interfecto que no respondió esta boca es mía durante el resto del día. Por la tarde me llamó el del taller porque ya había reparado la pieza y se trataba de ver quién era el afortunado que se hacía cargo de la facturita. Llamé de nuevo al del seguro y me dijo que había estado muy ocupado pero que hablaría con el perito; luego el del taller me dijo que si no pagaba alguien, el coche no se movía de ahí. El del seguro replicó que las fotos estaban siendo analizadas; el del taller, que no pasaba nada, que se quedaba el coche en depósito; el del seguro que agradecía mucho mi llamada pero que en horas de almuerzo no podía solucionar nada; el del taller, que el departamento de finanzas se estaba poniendo nervioso y el del seguro que le volviera a enviar las fotos que el perito no las entendía. Yo, de vez en cuando, les rogaba que se hablaran directamente entre sí porque mi intermediación, con toda evidencia, no estaba resultando práctica. Total, sigo sin coche, sin fotos y, a lo que se ve, sin seguro.
Postdata: Hoy ha venido el infame canalizador (fontanero) que me tiene arruinada la casa con sus fallidas reparaciones. Su diagnóstico ha sido una sentencia: "esto va a ser que el agua sigue saliendo". Inconmensurable.

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