martes, 2 de octubre de 2007

El viajero moderno

En los viajes por avión hay dos categorías: la de quien viaja en preferente y la de los demás. Más que de categorías podría hablarse de universos porque la diferencia entre ambos modelos prácticos roza lo cósmico. Esto, claro, no se nota mucho en los viajes cortos, en los que la ventaja del pasajero bussines frente al turista suele limitarse a alguna revista y a una merienda gratuita; en cambio, en los viajes de larga duración, parece como si los diseñadores de interiores de avión hubieran dicho: se van a enterar. Y lo consiguieron, oye, como si en un mismo restaurante, a un comensal le sirvieran el menú de lujo de Adriá y al otro un pirulí. Lo malo es que, además, el del pirulí está en la mesa de al lado del otro, sufriendo la ignominia de su modestia y la evidencia de su inferior condición. En estos aviones, lo único que comparten los viajeros de primera y de turista es el fuselaje y el potencial honor de morir juntos en caso de catástrofe. Todo lo demás es distinto hasta el punto de que la definición castiza de la zona turista es la de galeras, figura que ni pintada para describir una para-estructura social en la que la sufrida clase económica rema para mantener a flote la nave en cuya cubierta superior viajan cómodamente los seres privilegiados.
Para un sufrido viajero que ha de enfrentarse a travesías intercontinentales, encerrarse más de diez horas en los estrechos límites de un asiento turista es una experiencia terrorífica. Se nota que las compañías valoran el espacio porque hacen todo lo posible para que, cada vez, quepan más pasajeros en el mismo avión de modo que se aprecia una notable reducción en el espacio para las piernas, para los brazos y para el movimiento hacia atrás del respaldo que, cuando se abate, llega hasta la dentadura del vecino a poco que éste no ande listo y haga lo propio.
Al empezar el viaje las cosas aún tienen una apariencia razonable: los pasajeros están sentados correctamente, los adminículos como mantas y almohadillas se utilizan elegantemente y los atuendos personales aparecen en su sitio.
La primera tour de force llega con el refectorio. Los tripulantes colocan la cena en las mesitas a velocidad de vértigo y comienza el imposible ejercicio de cómo utilizar los cubiertos en cuarenta centímetros de anchura. Pruébenlo en sus casas los lectores y se darán cuenta de la enormidad del desafío. Al segundo intento, uno se da cuenta de que la única manera de cortar el pollo con cuchillo y tenedor consiste en levantar los codos a la altura de las orejas, con el peligro que ello supone para las gafas del vecino quien, a su vez, se esfuerza en untar la mantequilla en la tostadita en medio de una turbulencia, con lo que el pedacito amarillo puede acabar en cualquier parte menos donde debía. Como la mesita queda normalmente a la altura de las rodillas, el viaje del plato a la boca constituya una aventura en sí mismo. Nadie sabe si el alimento llegará a su destino y, efectivamente, el rumorcillo de ops, huy, ay y similares, inunda la cabina indicando caídas indeseadas y marcas indelebles en las ropas de los viajeros. Parece mentira, por otro lado, cómo los encargados y diseñadores de catering consiguen meter tan poca comida en tanto embalaje, logrando que cada vez haya menos condumio y más plástico y envoltorios. Tres tazas, dos bandejitas, cubiertos como si fuéramos a comer en el Ritz, toallitas, palillos, sobrecitos de todo tipo, vasos variados y bolsas, todo individualmente envuelto en plástico como si fuera a pasar una inspección para entrar en una sala de operaciones. Lamentablemente, este despliegue de envoltorios suele encerrar un contenido decepcionante: todo bastante escaso y de un calidad que en el mejor de los supuestos podríamos denominar justa y en el peor, lamentable. En resumen, que la mayor parte del esfuerzo del pobre comensal durante la cena consiste, por una parte, en encontrar el alimento propiamente dicho entre la maraña de plástico y cartón que le han depositado en la bandeja y, por otra, intentar comerse los espárragos de canto, como diría Gila. Al terminar, uno mira aquellos restos y le parece que se ha dado un banquete cuando, en realidad, entre lo escaso que era y lo que se ha caído en el asiento, apenas da para engañar el apetito media hora.
Después del festín, comienzan los preparativos para el descanso y es ahí cuando el viajero se da cuenta del espacio disponible. Entre disculpas y codazos, los pasajeros se acomodan como pueden, se colocan sus artilugios y se tapan convenientemente. Diez horas después, si uno se aventura a dar un paseíto por el pasillo para estirar las piernas en un intento desesperado de no fallecer víctima del síndrome de la clase turista, asistirá a un espectáculo dantesco que a mí, particularmente, me recuerda siempre a aquéllas viajas fotografías del metro de Madrid durante los bombardeos de la guerra del 36: todos apiñados, unos sobre otros, los brazos y codos de cualquier manera intentado aprovechar los huecos libres, los cuerpos retorcidos, las cabezas en posturas imposibles, las mantas deshechas, las almohadas colocadas junto a los collarines cervicales, niños llorando, madres y vecinos desesperados, restos de plásticos, auriculares desencajados, restos de equipaje dispersado por el suelo y fantasmales insomnes mirando incansablemente el monitor por el que pasan la terrorífica e interminable serie “just for laughs”, ejemplo de globalización perversa.
Después del aterrizaje, cuando la escotilla del avión se abre, por fin, para que los pasajeros desciendan, deja paso a un ejército de sombras desencajadas que tienen que aguantar las ganas de besar el suelo después de la pesadilla y se encaminan en cojeante rebaño hacia la cinta de equipajes. Pero esa es otra historia.

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