viernes, 26 de octubre de 2007

Caos?

No sé cómo hay quien tiene dudas acerca de la teoría del caos. Yo creo que se basa en hechos empíricamente irrebatibles y aún diría que evidentes hasta para el más cegato, como lo demuestra el simple experimento de dejar en cualquier cajón un cable, cuerda, hilo o similar perfectamente doblado. Pues bien, con sólo abrir y cerrar un par de veces el susodicho cajón y sin tocar nada, el cable en cuestión se habrá convertido, él solito, en un auténtico burruño lleno de torceduras y, como mínimo, tres o cuatro nudos indestripables que convierten su vuelta al uso en una selección oral del diccionario secreto de Cela.
Hay otros ejemplos, claro, como el de la Silla Maligna de la cual todos hemos conocido una y yo, por desgracia, varias: se trata de la silla en la que amorosamente colocamos la ropa que pretendemos usar de un día para otro como alguna camisa, la corbata o ese pantalón tan delicado que nos compramos aquella tarde infame en que la simpática vendedora nos juró que nos sentaba que ni pintado. A la mañana siguiente, la Silla Maligna hará que nuestra corbata esté en el suelo como la piel de una serpiente en muda, la camisa convertida en un trapillo inidentificable y el delicadísimo pantalón en un amasijo de arrugas que no querría ni Adolfo Domínguez en su época de creyente. Además, encontraremos prendas que no recordamos haber dejado allí y otras que habrán desparecido sin dejar rastro. Otra peculiaridad específica de la Silla afecta a los pantalones los cuales, sean cuales fueren los cuidados y mimos que dediques a su doblado, aparecerán con un mínimo de dos rayas en cada pernera, aunque lo normal es que aparezcan con tres o que, en el peor de los casos, todas hayan desaparecido por completo. El poder de la Silla Maligna se recrudece en Maputo, quizá por la humedad ambiental, aunque no logro explicarlo.
A veces el caos se convierte en un pseudo rasgo de la personalidad y no voy a dar otra noticia excepto la de mi empleada y su sistema de orden y control que yo, lo confieso, aún no he logrado descifrar. En el sistema alimenticio y de cocina, se producen fenómenos inexplicables como que las conservas se agrupan por la forma de las latas y no por su contenido, el azúcar desaparece de la noche a la mañana, el aceite se distribuye en pequeños tarritos de misteriosa cabida, la sal se multiplica como por ensalmo, la mermelada y los huevos no se meten en el frigorífico mientras que las latas de atún sí y la tostadora se encierra siempre en una bolsa de plástico. En el ámbito de la ropa, el caos asciende a cotas mayestáticas en base a dos principios básicos: el primero es que todo lo que se puede, se cuelga de las perchas y el segundo es que, lo que no se puede, se coloca en cualquier cajón de las cómodas de manera estrictamente cronológica. Lo primero quiere decir que cada percha alberga tres o cuatro prendas de variada índole: camisas, camisetas, un pantalón debajo, una chaqueta encima, etc; de esta manera, si tienes la desgracia de necesitar lo que está debajo has de maniobrar concienzudamente durante un buen rato. Lo segundo significa que las cosas, una vez lavadas, se meten en cualquier cajón donde haya quedado espacio, con independencia de cuál sea el contenido previo de éste. Así pues, en cada cajón hay, más o menos, un ejemplar de cada cosa: unos calcetines, una camiseta deportiva, unos pantalones de deporte, un par de calzones y un pañuelo. Si a esta disposición añadimos la Ley de Murphy, se advertirá que cada vez que necesito, digamos, un pañuelo determinado, tenga que abrir todos los cajones antes de dar con él, que estará, indefectiblemente, en el último.
A veces el caos deja espacio a una manera peculiar de entender el orden, digamos artística, que hace que, por ejemplo, todos los frascos, adminículos y artilugios que tengo en el cuarto de baño aparezcan una mañana delicadamente colocados de mayor a menor, o por colores, o formando un dibujito o una pirámide. En pequeñas dimensiones, el esfuerzo resulta verdaderamente encantador.
La última manifestación del caos, apreciable en este país, se refiere a las obras y reparaciones. En resumen podría decirse: si una cosa funciona, es mejor no tocarla. El corolario sería: más vale una gotera que no una inundación en toda regla. Esto último lo digo con conocimiento de causa porque aquélla pequeña pinguinha que había en el cuarto de baño de mi casa, que apenas molestaba por haberse convertido en algo casi entrañable y zumbón, se ha convertido hoy, después de una remodelación completa del cuarto de baño, varias intervenciones del fontanero y tres reparaciones sucesivas, en un desastre acuático de proporciones mayúsculas, asimilable a las cheias zambezianas o al tsunami malgache. Parece como si cada cual que ha intervenido en el siniestro hubiera hecho alguna cosa para aumentar sus efectos y, quién sabe, quizá sus causas. Ahora ya ha tenido que intervenir la brigada de emergencia porque el agua chorrea por la fachada, comienza a estar en peligro la instalación eléctrica y tanto las paredes como las cortinas y el suelo muestran serios daños.
Así pues, el resto de cosas que aún faltan de la casa o los mecanismos que no funcionan, es mejor dejarlos porque cualquier reparación supone una amenaza de catástrofe. Que me quede como estoy.

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