martes, 10 de julio de 2007

Xefina

Hacía algún tiempo que no emprendía ninguna aventura -dentro de las modestas ambiciones de quien esto escribe, se entiende- así que decidí acometer la exploración de la isla de Xefina, un enclave completamente virgen situado en la bahía de Maputo, frente a la Costa do Sol. La isla fue un enclave militar en tiempos coloniales y ahora, todo aquello en ruinas, sólo recibe la visita de familias de pescadores que han instalado algunas barracas de paja para la explotación de su pequeña industria.La visita ya iba siendo urgente porque Xefina es el objeto de un proyecto urbanístico que coincidirá con el mundial de fútbol de 2010 en Sudáfrica, evento que Mozambique pretende aprovechar como sea para su desarrollo turístico y que, en lo que toca a nuestra islita, consistirá en la construcción de 850 casas entre villas, chalets y cabañas, un hotel de cinco estrellas, una pista de aterrizaje de helicópteros y un centro de buceo, entre otras cosas. Además, Xefina contará con parkings, garajes, estaciones de servicio para embarcaciones de recreo y otras menudencias. Para redondear, se prevé la construcción de un puente que unirá la isla con la costa. En una palabra, la repanocha.
El proyecto, como se puede deducir, acabará con Xefina tal y como es hoy: una isla virgen, sin habitantes permanentes, en medio de la bahía, completamente rodeada por la belleza espectacular de sus playas solitarias de aguas transparentes. Los ecologistas comienzan a denunciar el proyecto por su enorme impacto ambiental y en ése conflicto estamos.
Antes de que la cosa progresara, decidí, pues, visitar la islita y disfrutar de sus poco más de seis kilómetros cuadrados pasando el día allí.
El primer problema, claro, era el del transporte.
La verdad es que, con la marea baja, casi se puede ir andando desde la Costa do Sol, pero no resulta muy conveniente, especialmente si la marea alta te sorprende a medio camino. Como no hay ningún tipo de línea regular, la única manera es hablar con algún pescador y arreglar el traslado. Me acerqué a la zona de fondeo de los dhows de pesca de la Costa do Sol. Como no hay puerto, las pequeñas embarcaciones no amarran sino que quedan varadas en la arena o fondeadas en cualquier parte llenando la playa con sus palos de bambú y cascos de diseño multicolor. Los precios que uno puede conseguir para viajar hasta Xefina varían en función de la paciencia que se tenga, el tipo de barco, el nivel de agua que admita antes de hundirse y la fuerza del barquero. Yo, que en esto no soy nada exigente, elegí lo más barato, o sea, un barquinho minúsculo sin motor, a vela, sin remos, con un timón que carecía de encaje en la borda y que se caía de puro viejo pero que presentaba unos colores con la bandera de España que, en caso de naufragio, harían un buen papel como pecio patriótico. Todo por seis euros de nada, ida y vuelta, incluido el tiempo de espera del barquero.
Los preparativos del viaje no fueron nada halagüeños; el patrón largó la vela y colocó los aditamentos en su sitio tras lo cual, se dedicó durante un cuarto de hora a achicar el agua que había entrado en la embarcación con un bidón de plástico recortado al efecto, lo que no me dió ninguna buena impresión respecto al calafateado. Luego comprobé que, en efecto, simplemente no existía. El viaje se prometía movido debido al hecho circunstancial de que, aprovechando la salida, se me colocaron de boleia (de gorra) una pareja de lugareños que iban para Xefina a pescar y que aumentaron el peso muerto del navío hasta el punto de que el agua llegaba casi hasta la borda.
La singladura fue digna de la balsa de la medusa. El viento brilló por su ausencia, de modo que el pobre barquero tuvo que agarrar una pértiga y hacer de batelero, empujando la embarcación como un gondolero algo morenito. A paso de tortuga, llegamos hasta la mitad del trayecto donde la marea alta no permitía que la pértiga llegara al fondo, de modo que tuvo que utilizarla como si fuera un remo. Pero no era, así que daba muy poco impulso. El mínimo
viento que a la sazón soplaba se paró del todo como por ensalmo, de manera que estuvimos en medio de la bahía más de media hora hasta que el pobre gondolero logró acercar el dhow a la isla a fuerza de brazos y volvió a tocar el fondo con la pértiga.
Durante el trayecto, la pareja de gorrones se dedicó a parlotear en changana y a beberse dos litros de leche a granel que habían comprado en la Costa do Sol. Utilizaron al efecto, a guisa de taza, el bidón de achique, lo que supongo que daría al brebaje un saborcillo peculiar.
Al pisar tierra firme descubrí una preciosa playa inmaculada.
Guiado por mis compañeros de pasaje, me encaminé hacia el sur de la isla donde está situada una pequeña cabaña donde hacen guardia durante el día media docena de soldados. Desde allí, sale un camino medio cegado por la vegetación que conduce hasta las viejas instalaciones del antiguo fuerte colonial de Xefina, antiguo cuartel y prisión política y hoy completamente en ruinas y cubierto por la maleza circundante. Los edificios están en pie, aunque sin tejado, y la selva ha ocultado casi por completo los patios y las calles interiores que los unían lo que presenta un serio compromiso de seguridad dado que -según me habían advertido- la isla tiene habitantes poco recomendables, como cobras y mambas. Con infinita precaución atravesé las viejas instalaciones y, con todo, me tropecé con una serpiente de color pardo de un metro y medio aproximado de longitud que cruzó a toda velocidad por delante de mí dejándome el corazón en la mismísima boca. Pasado el peligro, llegué al otro extremo de la isla, al mar abierto, cara al Índico en todo su esplendor. La playa es allí soberbia y ofrece un asombroso espectáculo: los viejos búnkers de la artillería de costa del cuartel que aún están allí, pero el mar ha socavado los cimientos de las antiguas construcciones y hoy aparecen movidas y desequilibradas como barcos varados en la arena. Semejan las ruinas de otro mundo, los restos del extraño naufragio de una civilización oceánica.
Desde los restos del cuartel, recorrí la playa hasta la punta norte de la isla sin encontrar a nadie y luego regresé, a lo largo de la playa orientada hacia la bahía, bordeada de manglares, hasta el lugar donde me aguardaba mi dhow. Tampoco la vuelta transcurrió según lo planeado. En el lado positivo he de decir que el patrón consiguió la ayuda de otros pescadores que regresaban con nosotros y que amablemente se ofrecieron a largar un cabo y remolcarnos, ya que ellos sí tenían motor. Esto nos ahorró mucho tiempo. Pero, en el lado negativo, resultó que estábamos en marea baja y, por tanto, ello supuso que el barquito se quedara a un kilómetro de la costa, distancia que tuve que recorrer a pie con las zapatillas en la mano y los pantalones remangados, rezando para no caerme al agua con todo el equipo, principalmente el fotográfico.

No hay comentarios: