miércoles, 4 de julio de 2007

Experiencias mercantiles

La siguiente parada era Chimoio, la capital de la provincia de Manica, fronteriza con Zimbabwe. Pero antes, pasamos por un cruce de caminos en el que se concentraba una riquísima actividad comercial callejera: puestos de artesanía, pequeñas tiendas, comida, fruta, materiales de construcción, etc. Se trata del pueblo de Inchope, situado en el cruce entre la carretera Beira-Chimoio y la que va a Tete. Tratándose de un mercadillo local, sin turistas, los precios de los objetos de artesanía, sobre todo los hechos de maderas preciosas como el ébano, el palo rosa o el sándalo, resulta irrisorio. Asistido de mi amigo local, cuyas habilidades para el regateo dejarían en evidencia al mismísimo Shylock, conseguí un juego de tres joyeros torneados por menos de un euro cada uno. Mientras regateábamos con los artesanos que pretendían vendernos todos sus puestos a precio de saldo, íbamos siendo asaltados por vendedores de todo tipo con tomates, frutas, el omnipresente cajú, pan casero, agua y amendoim cocido (una preparación muy corriente en esta zona). Entre codazos, ofrecían sus modestos productos regateándose entre ellos mismos para intentar cerrar el negocio con los extranjeros. Yo era el único blanco allí y, probablemente, en doscientos Km. a la redonda, pero asistido de mi colega y de su conductor, me sentí a salvo. Además, aquéllos impulsivos vendedores sonreían todo el tiempo y no se molestaban por el regateo salvaje ni porque, finalmente, fueran unos y no otros los elegidos a la hora de escoger un determinado producto. Esta actitud de simpatía, paciencia y buen conformar, es general en Mozambique pero mucho más evidente fuera de Maputo. Nadie se molesta porque le pregunten precios, ni por mostrar las cosas una y cien veces. Como es evidente, el coste de manufactura de este tipo de artesanías es casi cero puesto que los materiales básicos son la madera y la piedra que recogen directamente. El trabajo del artesano tampoco constituye –para ellos mismos- un coste añadido, de modo que el único gasto que repercuten es el de las herramientas que utilizan. Así pues, casi todo el precio es beneficio y eso hace que tanto las peticiones iniciales como las adquisiciones finales experimenten oscilaciones enormes; un artesano podría pedir 1.200 y vender, finalmente, en 50. Sin embargo, esto no ocurre tan a menudo como parecería por la sencilla razón de que el vendedor establece su precio en atención a sus expectativas de venta; esto es, en una zona de turistas que suelen comprar, digamos, a 100, el artesano pedirá 250 ó 300, pero no bajará de lo que sabe que es el precio mínimo que pagan los compradores, es decir, que atiende a la demanda. En cambio, en zonas no turísticas o sin extranjeros, en las que la demanda de estos objetos es mínima o puramente local, el vendedor pedirá por el mismo producto 50 sabiendo que el precio final será de 20 o de 15. Como se ve, el porcentaje de rebaja es más o menos igual aunque el precio de salida sea muy distinto. En Maputo –siendo barato- las cosas cuestan mucho más que fuera de la ciudad, a causa de los extranjeros. Los expats experimentados, más que regatear, calculan cuál es el precio que el vendedor puede obtener por una pieza y juegan a que no lo conseguirá. Le ofrecen, entonces, lo que estiman oportuno y vuelven al puesto las veces necesarias, a veces, durante semanas, hasta que el vendedor, comprobando que no consigue por la pieza más de lo que le ofrece el expat, termina vendiéndosela a él. Siguiendo este método, especialmente válido para grandes piezas, se pueden conseguir rebajas de hasta el 75% sobre el precio inicial, pero hay que tener paciencia y suerte de que nadie más se interese por la cosa. En todo caso, en cuanto uno compra algo a un artesano, se convierte en una especie de cliente al que siempre recordará (es increíble como lo consiguen) y al que dispensará un trato especialmente deferente y atento incluyendo, desde luego, una rebaja sustancial en los precios. Ocurre a veces que cuando uno está negociando un precio en un puesto, el dueño del contiguo -que vende el mismo producto- se acerca y ofrece uno mejor. El primero se enfada un poco con él, le pone mala cara y, con una encantadora franqueza, reconoce que el otro le ha estragado el negocio y asume la rebaja con total naturalidad. El caso es no perder al cliente.Los mercados, por otra parte, constituyen una experiencia única. Aquí los olores y los colores se mezclan de manera inconcebible para un europeo. Suelen estar divididos en zonas por clase de productos. Uno de mis favoritos es el de salazones en el que venden todo tipo de pescados cuidadosamente conservados y colocados formando pilas ordenadas según las distintas variedades. Dentro de la humildad general de los puestos, los vendedores se esfuerzan por ofrecer sus productos de manera agradable, bien empaquetados o colocados en las mesas de manera atrayente. Gran parte de su trabajo consiste en en el envasado de los productos que ellos compran a granel, desde el chá em folha o té a suelto, hasta la sal; compran bolsitas de plástico y hacen diversos paquetitos de distintos precios en función de su contenido. Los precios aquí, fuera de toda presión turística, son extraordinariamente baratos: medio Kg. de té puede costar 20 céntimos de euro y un Kg. de sal 15 céntimos. Las frutas y verduras, junto con las patatas y el arroz, son productos básicos igualmente asequibles. Junto a todo ello, el omnipresente piri-piri o guindilla, que admite un sinfín de variedades y preparaciones y que hace de cada plato una experiencia sólo apta para estómagos curtidos. La cosa consiste en comprar las guindillas y luego hacer distintas preparaciones en casa. La más corriente es la de poner las guindillas en vinagre de vino. Así no se estropean y se pueden conservar al aire libre. Otra muy popular consiste en sustituir el vinagre por jugo de limón pero esta puede llegar a estropearse. Por último, también se acostumbra a triturar las guindillas con aceite, limón y algún tipo de hortaliza como zanahorias o nabos. De este modo se obtiene una especie de pasta abrasadora con la que cauterizar sin misericordia las papilas gustativas del gourmet más atrevido. Bom apetite!

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