Hay en la distancia un lugar que desconozco, un sitio que mis ojos no han visto, mi alma no ha sentido, mis pies no han pisado, pero que habita en mí desde hace algunos días. He imaginado su nombre corto y exótico, su cielo celeste, el caudal de sus aguas y me he visto corriendo descalzo por sus calles multicolores. He vestido mi cuerpo con ropas blancas, abandonando mis vaqueros anchos y descoloridos y en actitud de chanza, una ráfaga de viento se ha llevado mi visera, obligándome a recibir el sol en pleno rostro y mientras sus rayos juegan con mis pecas, el aroma del maíz sancochado, me lleva hasta las brasas, en las que chirrean los alimentos, transformándose en vapores que suben hasta el cielo, para el deleite de los ángeles, que atentos curiosean desde las nubes.
El rumor del mar me entretiene con historias de piratas y la brisa suave, tararea en mi oído canciones nativas en dialectos antiguos. Los árboles se ríen con las piruetas de las olas, transformadas en cristalinas figuras, señores barbudos, bailarinas esbeltas, gigantes gruñones, calamares y flautistas. Y...yo, con la imaginación desatada, me engullo algodones de azúcar, fresas con nueces, ajonjolí confitado y esas exquisiteces prohibidas por la razón.
Me rodea el verde amarillo, el verde azulado, el verde marrón y toda la rama de verdes bautizados a mi antojo, matices con los que el buen señor de las alturas, pintó ésta patria que se apresta a recibir a mi Capi, ese amigo truhán que con su mirada de cielo llegó hasta mis montañas coronadas de nieve, para robarme el corazón.
Disfruto la magia de ésta visita inventada y en lo mejor del sueño, me convoca la realidad. Me alejo cabizbajo y tristón de ésta tierra a la que acudió mi fantasía, tierra bella y acogedora, como el fondo de la caracola en la que descansa un pedazo de firmamento, que ostentaré como recuerdo de mi ilusión de andar por Maputo en un viaje exclusivo, dentro de mi corazón.
Serafín.
Sucre, verano de 2007
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