martes, 19 de junio de 2007

En la carretera

Los días en Beira transcurrieron conforme al programa previsto: visitas, reuniones e inspecciones locales. Todo sin parar y recorriendo grandes distancias porque la provincia es enorme y porque las comunicaciones no son muy buenas. Ha sido la primera vez que he circulado tanto tiempo por las carreteras del interior de Mozambique. El paisaje no es muy distinto al del sur pero el paisanaje experimenta grandes alteraciones. A lo largo de las carreteras se ven infinidad de poblados. Casi todas las casas están construidas con palos y techos de paja. Las mejores, están reforzadas con barro, adobe y cañas. Hay chozas que se utilizan como habitación donde toda la familia vive junta, sin paredes ni dependencias ni, claro está, cuarto de baño de cualquier tipo. También hay otro tipo muy variado de construcciones, casi todas para servir de corral, almacenes y casetas de aperos. Las chozas suelen estar muy juntas y el poblado carece de cualquier tipo de planificación, estructura, servicio común de saneamiento o abastecimiento de agua por lo que suelen construirse cerca de un río o de una fuente. Pese a todo, la estampa de campesinos transportando agua en bidones es frecuentísima a lo largo de las carreteras. También lo es, de vez en cuando, leer noticias de alguna camponesa devorada por los cocodrilos mientras lavaba en el río.En estas regiones, las carreteras son arterias vitales para las pequeñas comunidades campesinas. Son el único vínculo de comunicación con el mundo de modo que aparecen, noche y día, llenas de gente. Los niños las usan para ir a la escuela, normalmente a muchos kilómetros del poblado; las mujeres, para transportar cosas de un lugar a otro e ir a vender a sus puestos y los hombres para lo mismo y para ir a sus lugares de trabajo o cuidar de sus pequeños negocios. Junto con los omnipresentes peatones, se ven carretas de bueyes, carros de mano y desvencijadas carrinhas o chapas en las que los más pudientes se trasladan e los lugares más lejanos. Frecuentemente las chapas se averían y ello da lugar a escenas extravagantes como una que presencié camino de un distrito, en la que el conductor de la exhausta furgonetilla iba empujándola por la carretera mientras todo el pasaje permanecía tranquilamente sentado en el interior. Pregunté el porqué de semejante estrategia, cuando era evidente que resultaba mucho más práctico que empujaran todos y así consiguieran arrancar la chapa cuanto antes y llegar pronto a su destino. Pero la cuestión no era esa, fui informado. Los pasajeros habían pagado por el transporte y, por tanto, tenían derecho a ser llevados en chapa aunque fuera a paso de tortuga de modo que era el conductor el responsable de hacerlo hasta el punto de que, como sucedía en este caso, el esforzado motorista tenía que deslomarse empujando con el único objetivo de llegar a una pequeña loma desde la que poder intentar arrancar el vehículo cuesta abajo. Si no lo conseguía, seguiría empujando. El que paga, manda y cuando no se tiene dinero, el esfuerzo realizado no ampara ningún otro tipo de ayuda o colaboración.
Por la carretera también se ven todo tipo de pequeños puestos comerciales: venden fruta, animales, pan, miel, madera, leña y carbón vegetal que fabrican ellos mismos al estilo antiguo carbonizando la leña en grandes montones cubiertos de tierra con los que conseguir altas temperaturas. De tanto en tanto, se ven también kioskos de ladrillo en los que venden lotería y refrescos y otras chozas que venden materiales de construcción como ladrillos hechos a mano o adobe. Conducir por estas carreteras es arriesgado porque la gente cruza de acá para allá sin excesivas precauciones y los niños van jugando sin percatarse adecuadamente de los coches que pasan que no son muchos pero circulan a grandes velocidades. De noche, la cosa se torna sencillamente peligrosa porque el tránsito de peatones no cesa hasta muy tarde y aquí oscurece a las cinco de la tarde por lo que pueden encontrarse multitudes hasta las diez de la noche en que finalmente llegan a sus casas.
La vida en los poblados es muy difícil. No hay electricidad ni suministro energético de ningún tipo y donde no hay edificios de donde tomarlo prestado, no se ve ni una luz por la noche. La extrema necesidad por la que pasan los habitantes de los poblados hace que la propiedad se defienda a toda costa y que el robo sea un tipo delictivo extremadamente perseguido; si algún ladrón es sorprendido in fraganti, será perseguido por toda la comunidad con la certeza de que, si le atrapan, lo mejor que puede pasarle será sufrir una tremenda paliza. En muchos de estos poblados, ni siquiera los que cuentan con un empleo por cuenta ajena cobran el salario mínimo actualmente fijado en 68 dólares, unos 1.000 meticales. Se les pagan 200 ó 300 con la excusa de que no tienen ningún tipo de gasto lo que, estrictamente hablando, suele ser casi cierto pues no cuentan con ningún tipo de suministro, no pagan impuestos y son casi autosuficientes pues disponen de huertos y corrales que les permiten contar con un mínimo vital. Para otros productos como el azúcar, la sal y el té, ya hay que hacer un pequeño dispendio y por eso son muy apreciados. La cosa se complica en casos de necesidades extraordinarias como la atención médica, los viajes, la ropa, el calzado y otros lujos que, además de caros, suelen estar a muchos kilómetros de distancia. Dentro de los poblados pueden verse también pequeños puestos de venta o trueque, actividad a la que, en mayor o menor medida, todos se dedican aunque sea a tiempo parcial. Estos puestos, confeccionados con tronquitos, un mostrador elemental y un techo de paja, suelen ofrecer pequeñas porciones de carbón, agua, alguna verdura o fruta y pequeñas comodidades como hilo de coser, cuerdas o alguna bolsa de plástico multiuso, casi todo usado.
Por estas carreteras y poblados, el hombre blanco no suele ser frecuente. Cuando llegaba a uno de nuestros destinos, el colega que me acompañaba decidió parar junto a una carreta de bueyes que dirigían dos muchachos para preguntar por la dirección y paró el coche junto a ellos. Cuando él bajó, los chicos ya pusieron cara de extrañeza pero cuando me vieron bajar a mí salieron corriendo, espantados, como alma que lleva el diablo. Sólo a fuerza de voces y juramentos logró mi colega tranquilizarles y hacerles volver, asegurándoles que el horroroso branco surgido de la nada no les iba a hacer ningún daño.

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