lunes, 26 de marzo de 2007

Inhaca

El Domingo fui con mi colega barcelonés a Inhaca. Es una isla de formas caprichosas situada en el extremo oriental de la bahía de Maputo. Con apenas 14 Km. de un extremo a otro, la isla cuenta, entre otras cosas, con seis mil habitantes, un faro, una estación biológica y un lodge de lujo con algunas actividades turísticas. Las playas son enormes y totalmente vírgenes. Alrededor de la isla hay dos amplias zonas protegidas de arrecifes coralinos.

El viaje lo hicimos en un descascarillado barquito de pasajeros, la Nyelete, que hace el trayecto a diario, saliendo a las 7:30 de Maputo y regresando a las 15:00. El precio, unos módicos 300 meticales (9 euros) ida y vuelta en primera. En segunda clase, 160. Teniendo en cuenta que la segunda clase consiste en unos bancos de listones de madera en la bodega del barco sin ventana ni ventilación alguna, decidimos darnos un capricho y fuimos en primera cuyos asientos, por lo menos, tienen un primoroso tapizado de eskai, hay ventanas practicables y se puede salir a cubierta a tomar el aire. También cuenta con un esmerado servicio de bar consistente en un cubículo donde se instala una señorita con una neverita portátil y un infiernillo con lo que provee, a precios igualmente económicos, de café y refrescos al pasaje.

Gracias al pequeño incidente que se produjo cuando mi colega fue sorprendido in fraganti en el salón de desayunos del Hotel Cardoso mientras se intentaba hacer unos bocadillos con el chope del bufé, llegamos por los pelos al embarcadero. No tuvimos, pues, tiempo de preguntar por los detalles del viaje aunque el encargado de la compañía nos recibió diciendo que tardaríamos poco dado que “ya funcionaba el segundo motor”. Puesto que, finalmente, tardamos 3 horas en llegar a Inhaca, habría que ver qué hubiera pasado con uno solo. Pero lo mejor estaba por llegar.

Parece que el retraso fue mayor de la cuenta así que llegamos en plena bajamar. No se sabe si por este motivo o por algún otro, el caso es que la Nyelete no se aproximó ni de lejos al pantalán de la orilla sino que fondeó a más de trescientos metros. Desde la costa se aproximaron dos pateras de pésima apariencia a las que nuestro capitán -por decir algo porque en lugar de gorra de plato llevaba una del Barça- nos mandó bajar echando chispas. La bajada se hizo por la borda, agarrados los pasajeros como murciélagos a la barandilla del barco y utilizando como escalón de bajada los adornillos del casco, con una mano en la nave, la otra pidiendo ayuda y el equipaje cogido con los dientes. Los de segunda clase, que ya venían mareados de por sí, hacían juegos malabares con los bultos y sacos de todo tamaño y color que traían consigo, mientras el patrón de la patera gritaba y se esforzaba por mantenerla encostada a la Nyelete. Una señora tirando a gruesa estuvo a punto de irse al agua porque la patera se iba y ella no quería soltar la borda que, con toda razón, le parecía más segura.

El viaje en la patera fue algo terrible. Ahora comprendo lo que deben sentir los inmigrantes ilegales. En aquellos seis metros escasos de eslora íbamos veinticinco personas más el patrón que manejaba un motorcito de juguete con el que apenas movía la lancha. Ésta se hundía tanto por el sobrepeso que el agua entraba poco a poco por la borda, poniendo los bultos y los equipajes totalmente perdidos mientras los pasajeros levantaban los móviles y otros objetos de valor para ponerlos a buen recaudo. Cada vez que se movía la señora gruesa, felizmente incorporada al pasaje, la barca se escoraba y el patrón gritaba frenético para reajustar el lastre a la vez que, entre una cosa y otra, iba recaudando y contando el precio del viaje (10 meticales por persona) que íbamos pasando de mano en mano hasta que el dinero le llegaba a él.

A unos 20 metros de la playa, el barquero dijo basta y ordenó el desalojo. Todos al agua, pues, con bultos y paquetes, recorriendo los últimos metros intentando que no se nos mojase nada o, lo que hubiera sido el colmo, evitando tropezar y caer al agua con el equipo que habíamos logrado salvar en la patera. Mi colega, que había realizado las maniobras de desembarco muy pálido y acogido a un espesísimo silencio, logró montarse a caballito de un fornido joven que se ofrecía a los turistas a cambio de una propina que lamentablemente perdió porque no debió ver bien, o tropezó, o no calculó la distancia, y acabó con los huesos de ambos en el suelo aunque, eso sí, ya en seco.

Pasamos el día paseando por la isla a partir del embarcadero a cuyo alrededor se veían los pesqueros varados por causa de la bajamar. La arena es fina y dorada y está salpicada de conchas y de nácar. El día estaba nublado, pese a lo cual el calor era agobiante y la humedad muy superior a lo habitual. Hicimos un largo recorrido por la playa de Santa María, entre el verde oscuro de la maleza que casi llega al agua y las rompientes de coral que se veían entre los bajíos. Recogimos conchas de recuerdo y encontramos algunos pescadores que preparaban sus redes para salir al atardecer. Al Norte se veía un faro blanco y al final de la playa, el centro oceanográfico.

Frente a Inhaca se adivinaban las bellísimas playas de Ilha dos Portugueses, una pequeña islita deshabitada y totalmente virgen rodeada de corales y de lagunas salobres de aguas transparentes llenas de erizos y de estrellas de mar. Está muy cerca y desde el embarcadero de Inhaca se puede contratar un fuera borda que llega hasta allí en apenas 20 minutos a cambio de 200 meticales por persona.

Sobre las dos y media de la tarde comenzó de nuevo el baile de las pateras que nos condujo de vuelta a la Nyelete. Adormilados y tostados por el sol aplastante de Inhaca, el trayecto de regreso se nos hizo algo más rápido y llegamos a Maputo al atardecer, cubiertos por un cielo aborregado que parecía de algodón.