lunes, 5 de marzo de 2007

Cena en la Embajada

Se ha formado en Mozambique un grupo de mujeres juristas que han sido invitadas por España a una especie de congreso que se celebrará en Madrid. Con ocasión de tan fausto acontecimiento, el Embajador ha organizado una soirée en su residencia oficial a la que fui amablemente invitado. Sospecho que, en el fondo, el motivo era la abrumadora superioridad numérica de mujeres agasajadas, lo que hubieran dejado al Embajador y al Primer Secretario como dos náufragos enchaquetados en la Isla de las Amazonas. Pero sea cual fuere la razón, nos hemos encontrado todos en el marco incomparable de la residencia y sus jardines. Las fuerzas vivas del mundo jurídico han comparecido, encabezadas por la Primera Ministra y una larga serie de mujeres juristas que tienen el enorme mérito de irse incorporando a una carrera que hace un par de lustros apenas existía y a la que están accediendo con una velocidad y una competencia dignas de alabanza. Yo he llegado de los primeros después de mi estreno como conductor local (de lo que hablaré más adelante).
Después de estrellar el coche contra el bordillo de la embajada y de dar unas palmaditas a mi motorista para que le volviera la color después de un inenarrable trayecto, he sido recibido por un amable joven que me ha hecho entrega de un magnífico ramo de flores, lo que le ha valido más tarde el rapapolvo del Embajador que, a lo que se ve, no había logrado hacerse entender cuando explicó que las flores eran para las invitadas. Cuando me vió, no sabía qué hacer al verme los brazos ocupados por tan florido pensil.
Me deshice discretamente del ramo y me uní con el reducidísimo grupo varonil. Nos hemos dedicado a chafardear de las damas, sus trajes, sus pelucas y sus postizos, mientras los más veteranos contaban chascarrillos sobre sus aventuras y los esfuerzos de la semana pasada por rescatar a un español perdido en Swazilandia después de haber sido asaltado y golpeado salvajemente. Claro que venía desde Tánger con la mochila a cuestas y llevaba dos años de viaje en condiciones verdaderamente homéricas: viajes en autobús, autostop por el África Central, el Congo en gabarra, prisión en Guinea, tres malarias curadas por hechiceros locales… no se sabe si le asaltaron o quisieron rematarle para que dejara de sufrir. Dos años de viaje llevaba así, el pobre.
La cena culminó con una extraordinaria paella de marisco tras lo cual las señoras juristas abandonaron en masa la residencia como a una voz de mando. Así que nos quedamos los de casa y pasamos una divertida sobremesa en el jardín contando anécdotas y hablando de cine. El Embajador, atentísimo como siempre, me ofreció ir a vivir a la Embajada para así rescatarme de las penurias de mi flet a lo que, naturalmente, me negué pese a las lógicas tentaciones; mecachis.

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